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Buenos Aires, septiembre de 2020, año de la pandemia.
En esta época de turismo reprimido, Inés Gil Díaz de Vivar nos lleva de viaje por paisajes impregnados de una sensibilidad única y personal donde las tejas son verdes y los árboles azules, donde los campos se ahogan bajo el peso de incontables girasoles y espigas de sensual abundancia.
Hay profunda generosidad en su uso del color, casi derroche. El fin del mundo nunca llegará a su obra. La naturaleza siempre da un renacer, la vida siempre da una segunda oportunidad. Esto es lo que sentimos cuando nos entregamos y, bajo el influjo del ojo loco de la artista, aceptamos que las personas no tienen cara, que esa mujer no sucumbirá bajo el peso de mil flores, que los techos realmente persisten, así nomás, como cayeron del cielo.
Con Gil Díaz de Vivar la figura humana se funde en la obra. Otra vez los colores. Pinceladas rojas, azules, amarillas,  conforman una nítida lectura de la actitud corporal. Vemos agobio pero también una forma de prodigarse a través del trabajo físico, genuino, como metáfora de la nobleza.
Nos dejamos llevar en este viaje. Es un viaje de placer, sorpresa y ternura. Es muy fácil creer que es un arte simplista. Fácil de ver, fácil de ejecutar. Mucho más complejo es descubrir las huellas que va dejando la autora mientras transmuta el dolor en placer y la frustración en alegría.
Que de eso se trata el arte. De tomar una realidad dolorosa y magullada y transformarla, a la vista del expectador, en un campo de espigas abundantes y sensuales.
           
                                                                                                                          Laura Monclá
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